
La Quinta C…
En mi defensa puedo decir que, en aquél primer momento, los rosales me hicieron confiar; recuerdo bien el color mezclado entre las rosas: rojas y amarillas, rosas y blancas con botones tan abiertos como el cielo sobre mi cabeza. Lo sé, la belleza me hizo olvidarme por completo de las espinas.
Así que entré, el jardín era amplio y salvaje; la hierba crecía suelta por aquí y por allá sin invadir nada, pero tampoco pidiendo permiso por existir; había una especie de respeto entre él y aquél delgado pasillo cubierto por macetas de barro de distintos tamaños y repletas de flores distintas.
Sobre las baldosas caían los higos maduros, semi-comidos por las aves, resignados a morir entre las pequeñas mandíbulas de las hormigas que caminaban sobre ellos, marchitos, desangrados, olvidados por la rama de la cual nacieron.
Y aun con la tragedia de la vida y la muerte ante mis ojos, seguí caminando, yendo más allá de lo que alguna vez se me había permitido cruzar. Después de todo, la puerta de herrería estaba abierta de par en par invitando a quien deseara pasar y yo tenía años queriendo hacerlo.
Después de la higuera; un capulín y un encino se elevaban con arrogancia como queriendo alcanzar las nubes arrastradas con violencia por el viento frío; en el centro había una fuente de cantera, en su interior reposaba un pequeño ángel infantil con rostro femenino, una de sus alas estaba rota y sus ojos de piedra reflejaban una tristeza infinita; sostenía entre sus manos una vasija vacía, tan seca como la pila. Mudo de nacimiento y más solo que Lucifer al caer del paraíso.
El rápido aleteo de los colibríes me hizo girar el rostro, allí iban, revoloteando de un lado a otro de una estrecha banca de azulejos rotos, a su lado había una puerta abrazada por un arco de tabique quemado. Sobre ella una placa con una inscripción grabada en barro: Quinta C… el resto de la palabra estaba borrado de una forma extraña, no por el sol o la lluvia, no. Desde abajo, me parecían arañazos o ralladuras provocadas por algo filoso como un machete o un cuchillo.
Y antes de subir a la banca con la intención de acercarme más a la placa; un ruido en el interior de la casa me hizo alejarme un par de pasos hacia atrás. Después me quedé inmóvil, tenía miedo de ser descubierta allí; puesto que todos en el pueblo aseguraban desde siempre que allí no vivía nadie. Me quedé quieta, con la espalda recargada sobre la pared de ladrillos, el sonido seguía allí, me recordaba el choque de una cuchara con una taza cuando su contenido se endulza con azúcar morena o miel. Era un sonido circular ¿puede entenderlo? Más ligero de un lado, más fuerte del otro. Y de pronto paró.
Desapareció tan rápidamente como había aparecido.
Dejé pasar unos minutos- seis años, diez años- ¿qué más da? Y cuando me sentí segura, caminé nuevamente hasta la puerta. El cristal estaba empañado y sucio, pero había un pequeño resquicio roto por el cual podía mirar.
Vi un salón vacío, y la luz del sol entrando por un vitral de colores en forma de cruz. El piso estaba cubierto de hojarasca y tierra, así como la leña debajo de una pequeña chimenea de lado derecho. El polvo que se levantó por mi aliento, se elevó iluminándose como pequeñas chispas de otoño hasta llegar a mi nariz y hacerme estornudar.
Tomé con fuerza la aldaba de madera y la giré. La puerta se abrió provocando un ligero rechinido que me hizo estremecer.
Se arrastró ligeramente hasta quedar abierta por completo. Antes de entrar miré hacia atrás; quizá algo en mi interior buscaba un mensaje, una señal, un aviso para no hacerlo, pero nada sucedió. Yo estaba sola, tratando de demostrar que era valiente.
Así que entré y al hacerlo sellé mi destino.
Al principio era capaz de escuchar mis propios pasos a causa de las hojas muertas traídas aquí por algún vendaval. Estaba en el salón, gruesas paredes de tabique lo rodeaban de un lado y de otro; más allá había otra puerta de metal redondeada y después unas cuantas escaleras que conducían hacia otro lugar. Quizá este había sido un recibidor, el sitio adonde se escuchaban las primeras palabras, las primeras sonrisas o las primeras lágrimas; casi pude ver las memorias de los muros, siluetas que más bien semejaban fantasmas atrapados en el tiempo; los vi danzar, cantar, sonreír hasta caer en el piso y después desaparecieron justo cuando una nube tapo el sol y sus rayos dejaron de entrar por el vitral.
La leña de la chimenea estaba llena de telarañas y restos de ceniza tan antigua como el tiempo. En aquél boquete que atravesaba el salón de un lado a otro, solo había oscuridad, misma que también colgaba con la tenaza y el atizador oxidado.
Un escalofrío recorrió mi cuerpo, en aquél lugar no había más que soledad y silencio.
Caminé hacia la otra puerta; la abrí con un ligero empujón de mi mano; otra habitación mucho más pequeña que el salón me recibió de forma diferente. Era la cocina, sus muros estaban cubiertos por azulejos similares a los de la banca en el exterior, empotrados entre el tabique y la piedra había una docena de arcos pequeños con repisas de madera oscura y vieja con olor a petróleo. De lado izquierdo un ventanal arqueado permitía entrar la luz del día; una cortina roída y de color hueso flotaba con delicadeza a causa del viento que seguía soplando allí afuera; del otro lado de la ventana se extendía un herbazal dorado y seco.
En el centro de la cocina había una mesa de piedra y madera, de lado izquierdo tres enormes fogones y un pozo cancelado con tablones podridos. De entre las paredes colgaban aún ollas despostilladas y rotas, casi todas repletas de hollín. Un comal partido a la mitad se sostenía con dificultad junto a una escoba de popotillo que ahora servía como hogar para insectos y ratones. Del techo colgaba un candelabro de madera hecho con la rueda de un carretón; la cera de las velas que alguna vez iluminaron las cenas, aún colgaba de entre las vetas y las astillas.
Aquél lugar aún conservaba el inconfundible olor a caldo de pollo y también a sudor. Sobre el metate había semillas de maíz ya casi pulverizadas por el paso del tiempo y entre el suelo de barro cocido, varitas de ocote en forma de cruz en montoncitos de tres. Me persigne.
Usando mis pies, también descubrí un pequeño costal con granos de café que habían perdido su aroma- ya estaban muertos.
Volví sobre mis pasos tratando de llevar cada imagen en mi mente, de vuelta al salón no hubo más remedio que subir las escaleras cubiertas por pequeñas piedras.
Allí estaba el vitral, una gran cruz de colores llegaba hasta el techo cruzado por amplias y gruesas vigas; el pasamanos estaba cubierto de polvo, debajo del óxido aún se alcanzaba a ver un tono blanquecino. Subí una a una, aquellas escaleras. De los muros pendían viejas fotografías enmarcadas en hierro retorcido; estaban demasiado altas para poder alcanzarlas; los rostros de aquellas personas que posaban, estaban envueltas en tierra y lágrimas, eran los fantasmas del recibidor, silenciosos y atrapados en una tumba de fierro y cristal, ansiosos por salir, desesperados por la libertad, vibrantes como la sangre que corría rápidamente entre mis venas, impacientes, furiosos.
Podía sentirlos, ellos podían olerme.
Al llegar al final de la escalinata, me encontré sobre un pasillo largo y oscuro; una habitación a la derecha, tres a la izquierda. A la mitad de todo, había un enorme mueble de madera cuyo largo abarcaba casi todo el pasillo y a su lado, estaba empotrada una pequeña escalera que se perdía en la oscuridad.
Mi corazón empezó a latir con rapidez, como si fuese capaz de detectar algún peligro; no sabía si bajar de nuevo o recorrer aquél lugar que me provocaba tanto miedo. Quizá era la oscuridad, quizá las telarañas que cubrían todo o quizá, aquél extraño sonido que se escuchaba detrás de alguna de esas puertas; era distinto al primero que escuché, ahora semejaba un goteo intermitente. Pero allí no había agua, y la temporada de lluvias no llegaba aún.
Usando mis manos temblorosas, arranqué de un tajo las telarañas a mi paso; un escalofrío recorrió mi cuerpo al sentir los delgados hilos de seda entre mis dedos, rezaba esperando que ninguna araña hubiese caído sobre mi ropa o cabeza mientras caminaba con firmeza y rapidez a la puerta de la derecha.
Cloc, cloc, cloc- se escuchaba.
Llegué a la puerta; estaba trabada. Usé toda mi fuerza con la vieja manivela, pero no funcionó; ya estaba allí, no podía volver sin averiguar que había del otro lado. La golpeé una y otra vez con el antebrazo, mi frustración creció al no poder abrirla; miré a un lado y al otro buscando en el suelo algún objeto que pudiese usar como palanca, pero no había nada más que hojas y tierra.
Cloc, cloc, cloc
Mis piernas comenzaron a temblar, escuché unos pasos- arrastrados y ligeros, pero pasos, al fin y al cabo. Miré hacia atrás, el vitral reflejaba la luz del sol, las sombras silenciosas y un par de arañas descendiendo con velocidad tratando de reconstruir su casa. Quise correr, pero mi cuerpo no me respondía.
La puerta se abrió inexplicablemente, y al hacerlo un aroma cítrico inundó mi nariz. Ya no se escuchaba el goteo, ni tampoco los pasos, mi corazón poco a poco volvió a recuperar la calma. Quería irme, alejarme de allí, pero era incapaz de hacerlo.
-No aún, no todavía- me dije en voz alta.
Entré y una luz blanca me cegó por completo. Cuando mis ojos se acostumbraron, descubrí dos ventanas- una frente a la otra. Al fondo había una chimenea, de lado derecho un enorme camastro y sobre él y colgado de una de las paredes, había un cristo negro ladeado.
Un baúl junto a la cama y debajo de ella, un orinal.
La chimenea estaba vacía, no había ceniza ni tampoco leña; solo unas cuantas hojas secas que habían caído desde el techo seguramente. El olor permanecía allí; flotando a mi lado a cada paso, ¿era limón, naranja, lima? No estaba segura.
Abrí el baúl para encontrarme una docena de libros, hojas de tabaco viejo y unas cuantas cartas amarradas con un listón; supuse que alguien había entrado antes que yo llevándose todo lo de valor dejando allí todo lo que no se puede comerciar; ni el conocimiento, ni los recuerdos ni las emociones.
Una sombra se movió con rapidez. Giré mi cabeza y subí mis manos en un intento de protegerme. Estaba sola, pero pude ver… pude ver…
Las gotas de agua escurrían desde la pared, filtrándose desde algún lugar por el resquicio del tabique húmedo. Un charco se esparcía por el piso.
-Son lágrimas- escuché en mi interior; pero la voz no era mía, sino de alguien más. ¿De la sombra? ¿del que abrió la puerta? ¿del que olía a naranjo o a limón?
Una ligera ráfaga de viento atravesó las ventanas, levantando las partículas de polvo. Afuera, una de las ramas del encino comenzó a chocar contra el cristal haciéndome salir de allí.
Mientras recorría el pasillo de vuelta, sentí una punzada de dolor en el pecho. Una nube de tristeza cubrió por completo mi corazón; como si algo me hubiese sido arrancado…
Me descubrí llorando al caminar hacia el otro lado del pasillo, buscando respuestas en las habitaciones que me faltaba recorrer; ignoré la oscuridad, a las arañas y al miedo. El dolor que sentía me hacía dar un paso tras otro.
La siguiente puerta se abrió con facilidad; en su interior había otra salida, mucho más pequeña que daba al balcón. Una cama y una silla mecedora llenaban el lugar junto a los pequeños juguetes de madera esparcidos por el piso; un caballo de palo con cabellos de algodón, trompos, canicas y carritos de latón y madera yacían allí, olvidados.
Esta era la habitación de un niño- pensé
Y caminé hacia la ventana y después hacia el balcón en donde el aire seguía soplando con fuerza; allí afuera no había nada más que la certeza de una caída. El barandal colgaba, detenido únicamente por un pedazo de hierro delgado y oxidado.
Salí de aquél lugar con un sabor amargo en los labios, salí y no miré hacia atrás.
Entre a la siguiente recámara, era mucho más amplia.
Al centro había un altar, un nicho vacío y triste. No quedaban allí santos, vírgenes, flores ni oraciones. El arco de la puerta que daba hacia el balcón estaba incompleto, no estaba roto o destruido, simplemente no fue terminado. Un error en la construcción, un descuido o una rareza.
Las cortinas estaban desgarradas, sobre el camastro aún estaba colocada una cobija como aquellas que las abuelas regalaban a las madres, un parche por generación, un bordado representando la plenitud del linaje. La tela estaba descolorida, a excepción del último remache que se había hecho quien sabe cuántos años atrás. Lo toqué con los dedos desnudos, tan verde como el olivo, dulce como la miel, triste como la muerte.
Dos lágrimas cayeron sobre la tela. Un siseo a lo lejos.
Me puse de pie con rapidez. ¿Era una víbora? Miré con atención al piso, debajo de la mesa y del resto de los muebles; todo estaba vacío, pero el sonido seguía allí.
Se escabullía de repente como lo hacen las serpientes.
Caminé con cuidado rodeando los muros, los cajones de cada mueble estaban rotos y vacíos; una sábana de seda cubría algo que a primera vista era incapaz de reconocer. La tomé con delicadeza y la jalé de un tirón dejándola caer al suelo.
Allí había un espejo viejo enmarcado en latón, varias manchas y resquebrajaduras empañaban el reflejo y, sin embargo, pude verme a través de él. Mi rostro moreno, mis cabellos secos y despeinados, mis ojos curiosos; toqué mi rostro, la superficie del espejo era fría como el marfil, pero de cierta manera, también cálida, al reflejar exactamente lo que yo más conocía.
Volví a escuchar el siseo, y me paralicé al descubrir que salía de mi boca.
Tapé mis labios con fuerza tratando de contener aquél extraño sonido que luchaba por salir desde mis entrañas, di un par de pasos hacia atrás, tomé entre mis manos la sábana de seda y la coloqué de nuevo en el espejo tratando de esconderlo del mundo de nuevo.
La temperatura había descendido de repente, era capaz de ver mi aliento llegar hasta una de las vigas con olor a chapopote; tomé una de las velas colocadas sobre el tocador, la prendí haciendo que el calor y la luz me permitiera sentir a salvo, solo por un momento.
Suspiré con calma, una habitación más y todo esto terminaría de una buena vez.
El viento mecía las ramas, las escuchaba danzar a lo lejos. Y la tarde estaba cayendo despacito, lo supe por la debilidad del sol, ya incapaz de atravesar con fuerza aquella cruz de cristal.
Conté diecisiete pasos de una puerta a otra.
La madera de esta era mucho más oscura que las otras, un chirrido se escuchó mientras la abrí.
Si tan solo hubiese palabras capaces de describir lo que encontré allí adentro…
Todo en su interior era oscuridad; cada mueble, cada objeto, cada ladrillo. Sus muros susurraban cosas, secretos que no habían podido contar jamás; la cera de la vela caía entre mis dedos quemando mi piel, pero prefería soportar ese dolor que permanecer en esa lobreguez; poco después los sentí, los sentí mirándome desde el fondo de la habitación.
Levanté la vela y los encontré. Me miraban fijamente.
Pertenecían a la mujer del retrato que colgaba del muro; sus cabellos eran claros como el maizal y retorcidos como su mirada. Sus labios eran delgados, pintados de tal forma que parecía que sonreía o que lloraba. Su rostro estaba arrugado, pero era blanco como la porcelana.
Vestía de negro y portaba una cruz de plata que colgaba desde su cuello delgado.
Era ella, era ella quien los había atrapado.
Me lo dijo la voz, esa del olor que era incapaz de entrar a la habitación.
No había ventanas, ni balcones, ni compuertas; solo aquella negrura que me crispaba los nervios. Su mirada era violenta, dura como una tormenta que arrasa los pueblos.
Ellos querían salir de allí, dejar la casa, ser libres.
Sentir la brisa, los rayos del sol, la lluvia y sin embargo estaban allí, enraizándose como la higuera y el encino, como la oscuridad en el corazón de aquél lugar.
La escuché, su voz firme como el fuete que llevaba entre sus manos, como la rama de membrillo con la que sangraba sus espaldas.
Miles de imágenes se arremolinaron en mi cabeza, recuerdos de otros, rezos, gritos, palabras. Vidas cruzadas en una rueda que no dejaba de girar; debajo de la cruz, ladraban dos enormes perros negros mostrando sus colmillos, desgarrándose la piel a jirones el uno al otro. ¿Estaba soñando? ¿Cuánto tiempo había pasado ya?
Salí corriendo.
El pasillo se había alargado tanto que era imposible recorrerlo, siluetas sepias salieron de las viejas fotografías, sus rostros agrietados me miraban con compasión. Las ranas croaban y a lo lejos se escuchaba un violín…
Cuando quise caminar, sentí mi cuerpo ligero. Cuando entendí lo que había pasado, levanté mis manos solo para darme cuenta de la verdad; ahora era una de esas siluetas, sin carne, ni hueso, ni amor.
Mis propias lágrimas se trasminarían, creando un nuevo río que algún día llegaría al mar…
Celia decía la placa, Celia era mi nombre,
Mi cuerpo jamás fue encontrado, pero el otoño hizo una tumba para mí con la hojarasca justo allí, debajo del ángel de cantera que tendrá una eternidad para protegerme de ella.