Archivo de la categoría: Infantiles

Cuentos, poesias o relatos para niños de cualquier edad…

Casa de Grillos / Cuento Navideño

Había sido una noche muy fría, tanto que ni los grillos salieron a cantar entre la hierba. Mi papá me dijo que estaban en sus casitas, horneando sus pasteles de pasto con arándanos. Mientras me lo contaba pude imaginarlos, sentados sobre sus pequeñas sillitas alrededor de una mesa llena de platos; nosotros estábamos solos, mamá había muerto unos meses antes y era nuestra primera navidad sin ella. Papá hizo lo que pudo para cocinar, no era un experto en amasar nada, pero era genial llenando las hojas de maíz con los tamales. Hizo el ponche y también un atole dulce, aunque se le quemó.

Comenzamos a cenar en silencio, creo que el fantasma de mamá nos impedía hablar, pero después de un momento, todo rastro de tristeza y dolor fue desapareciendo entre las velas que habíamos colocado sobre la mesa.

Después, la recordamos, hablamos de todas esas cosas que ella hacía y decía y nuestras lágrimas se transformaron en risas y nuestra tristeza en alegría, habíamos sido afortunados de tenerla en vida, de tener recuerdos de ella capaces de alumbrar nuestro corazón. Mi papá se levantó de la mesa, caminó hasta el ropero y volvió con dos cajas de regalo, la primera me dijo, era la que mamá envolvió para mí en el hospital, la segunda era el regalo que él me daba.

Hice a un lado los platos frente a mí, abrí con desesperación la primera caja arrancando el listón y el papel con que estaba envuelta. En su interior había un objeto redondo cubierto por papel de china; mis manos temblaban al sostenerlo, pero mi papá me ayudó. Era un hermoso espejo viejo, uno que le había pertenecido a la abuela y a la madre de mi abuela. También había un papel doblado junto a él. Lo saqué con cuidado y lo leí:

“-Querida hija, sé que esta noche podría ser difícil y también sé que tu papá hizo un gran esfuerzo para ti, así que no quería quedarme atrás. Quiero que sepas que desde donde estoy, los veo y los amo, ahora con mayor capacidad porque mi corazón se ha ensanchado tanto como el universo. Estoy orgullosa de ambos, especialmente de ti.

Como sabes, este espejo ha estado en nuestra familia desde hace años y así ha sido porque todas nosotras lo hemos necesitado. Esta noche te lo entrego a ti y con él, te hago otro regalo:

Cada que te sientas triste, sola y perdida mira en su interior, dentro de él encontrarás a tu mejor amiga, tu mejor guía, tu más grande fuerza. No habrá obstáculo que no puedas vencer y cosa que no puedas realizar mientras la cuides, la escuches y la ames. Yo la conozco, la tuve entre mi vientre, la sentí moverse, la sentí crecer. La tuve entre mis brazos y deposité lo mejor de mí en su corazón, ahora haz lo mismo. Dale todo tu amor, porque ella lo vale.

Te amo hija, te amaré siempre. Sé buena con papá, sé buena contigo misma, hasta que nos volvamos a ver.

Con amor, mamá.”

Mis ojos se llenaron de lágrimas chiquitas, que fueron aumentando de tamaño mientras me miraba en el espejo. Ya había entendido lo que mi mamá me había querido decir. Papá puso la otra caja frente a mí y con una sonrisa grande y dulce me preguntó si haría el honor de abrirla.

Coloqué el espejo sobre la mesa y tomé el regalo de papá, lo abrí con más cuidado porque él estaba presente. Quité el listón, el papel y la abrí lentamente; dentro de ella había dos cosas: un retrato enmarcado de nosotros tres y una pequeña casa hecha de madera, hierba y musgo.

-La foto es para que jamás olvides que tienes una familia que te ama- dijo con su voz pausada. Sin importar nada, siempre estaremos para ti.

Lo abracé con fuerza mientras mi corazón latía con rapidez.

– ¿Y esa casa que es papá?

-Esa casa representa tus sueños. Desde que eras pequeña hablabas de la casa de los grillos, de la casa de las hadas, de la casa de los duendes del jardín; creí que era tiempo de hacerles una similar a la que imaginaste siempre para que puedan disfrutarla en las noches de frío.

La casa simboliza eso, el poder de los sueños, pero también la capacidad de hacerlos realidad.

Volví a abrazarlo, me sentí segura, me sentí querida y sonreí.

Ambos tomamos la casa y salimos al jardín, admito que tuve que cortar algunas flores de las macetas de mamá para decorarla un poco porque a papá le fallan un poco los detalles de decoración; sin embargo, estoy segura de que los grillos quedaron encantados con ella pues antes de dormir y mientras me miraba en el espejo, los escuché cantar del otro lado de la ventana arrullando el sueño de papá y también el mío.

Texto: Paola Klug

 

Jengibre & Caramelo / Cuento infantil

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El Valle de Aradia se había cubierto de nieve; las últimas cosechas ya se habían levantado y ahora solo restaba esperar la llegada de la primavera, sin embargo en aquella época del año todos en el Valle esperaban la fiesta de Júl. Una antigua y mágica celebración invernal.

Mientras los habitantes del Valle se preparaban para la fiesta, fueron atacados repentinamente por seres cuya existencia desconocían, la batalla mágica que se libró para conservar la paz y tranquilidad en Aradia fue peleada por Jengibre y Caramelo, dos brujas que con todo su poder, ingenio y un hechizo jamás usado en las batallas trataron de revertir el ataque lanzado por Saúco –la más poderosa bruja de las montañas-

Descarga o lee en línea «Jengibre & Caramelo» dando click aquí: Jengibre y Caramelo

Texto e ilustración: Paola Klug / La Pinche Canela

El Cuento «Jengibre & Caramelo» puede ser impreso, distribuido y narrado siempre y cuando NO se lucre con él y se cite a su respectiva autora.

Koltzin

Koltzin pertenece al pueblo de los  Xantilmeh, mitad carne, mitad piedra. Ella vive en un mundo dual en donde el sol la petrifica y los rayos de la luna le permiten moverse con relativa tranquilidad en el mundo de los humanos,  al que alguna vez perteneció.

Hacía muchos años también fue humana, una niña pequeña engendrada de padres nahuas; sin embargo en un descuido fue engañada y llevada por Wéél –el más viejo de los Xantilmeh- a su casa en el interior del monte; en aquél lugar Koltzin comió pan de maíz endulzado con tejocote y tomó varias jícaras de atole dulce ofrecido por aquél extraño pero amable anciano. Una vez que Koltzin se sintió satisfecha cayó rendida en un petate, durmió profundamente por días enteros –mismos en los que su padre y su madre la buscaron sin éxito alguno- solo para despertar convertida en piedra.

Allí estaba ella, tiesa e inmóvil junto a un fogón y una hamaca. Frente a ella estaba  Wéél convertido en piedra también,  mirándola fijamente con sus ojos rocosos bien abiertos.

-Ahora eres una Xantilmeh- le dijo con su voz ronca.

A partir de hoy eres mi hija y esta será tu casa.

Koltzin tenía ganas de llorar pero las piedras no tienen lágrimas.

Ella sabía que los Xantilmeh se transformaban en piedra hasta que el sol se ocultaba entre las montañas, eran los guardianes de los montes, eran embusteros, tramposos  y también se comían a los niños humanos en tamales.

Por lo menos Wéél no se la comió…

Koltzin no dijo nada, el estar echa de piedra era agotador, sin embargo extrañaba a sus padres y se arrepentía de haber ido en búsqueda de aquella cría de coyote que la había alejado tanto de su casa.

Con los años Koltzin olvidó su antigua vida pues su corazón humano se hizo de piedra sin importar la ausencia del sol o la presencia de la luna. Fue entonces  que comenzó a vivir como cualquier otro Xantilmeh lo hacía.

Había aprendido rápido el lenguaje del metlapil, del metate, del petate y de las ollas de barro; conversaba de igual manera con los árboles que con las piedras, con la lluvia, con el viento y con las estrellas. Se había convertido en el orgullo del anciano y era tan sabia y tan fuerte que todos los Xantilmeh por igual la seguían.

La piel de Koltzin se hizo morena como la misma tierra, sus ojos eran grandes y del color de las hojas cuando el otoño cubre el horizonte; de sus cabellos negros pendía una tiara hecha con los cráneos de algunos niños-tamales.

Koltzin era hermosa, pero su belleza era fría y oscura como la del resto de su pueblo.

Ella caminaba junto a los Xantilmeh desde las húmedas cuevas en las entrañas del monte a los poblados cercanos cada que el último rayo de sol se escondía entre las nubes rojas dándole paso al anochecer.

Entonces entraban a las casas mientras los humanos dormían; cocinaban en sus ollas, se mecían en sus hamacas y se calentaban las manos frías entre la lumbre de sus fogones. Si algún humano cometía el error de despertar, los Xantilmeh soplaban sobre él, el mal de aire, enfermándolo de gravedad e inclusive algunas veces matándolo si su espíritu no era demasiado fuerte para enfrentarlo.

Cuando esto ocurría, el poblado entero era rodeado con sal y los Xantilmeh ya no eran bienvenidos; y es que para ellos la sal es veneno.

En cierta ocasión, Wéél sopló sobre un hombre el mal de aire sin darse cuenta de que el joven varón llevaba entre sus manos un puñado de sal que lanzó con fuerza hacia el rostro del anciano.  Wéél  salió despavorido de la casa, arrastrando a su paso las sillas de bejuco y las chispas de un anafre.

El anciano quedó convertido en piedra –para siempre- junto al pozo y el corral. El padre piedra de Koltzin había muerto.

Tampoco pudo llorar su muerte pero decidió vengarse del humano.

Koltzin esperó pacientemente a que las hierbas y rezos del señor medicina del pueblo hicieran efecto sobre él. Esperó a que su cuerpo y su espíritu se recuperaran y prohibió a todos los Xantilmeh acercarse de nuevo al poblado para no levantar sospechas. Como su líder e hija elegida de Wéél, el pueblo de piedra debía obedecerla.

Pasaron siete lunas y cientos de soles; Koltzin observaba escondida desde el monte cada movimiento del joven que se recuperaba lentamente.

Ella comía jilote tierno y tomaba agua de lluvia –si es que la lluvia caía- no importaba el sol ni la luna o las inclemencias del tiempo; Koltzin permanecía oculta  entre el follaje con sus ojos fijos en la casa de adobe.

Fue un anochecer cuando por fin llevó a cabo su venganza. El joven dormía plácidamente en los brazos de su mujer y en compañía de sus dos hijos; Koltzin entró lentamente a la casa,  sus pies pequeños y frágiles caminaron desde la entrada hasta la cocina. Las  cuatro sillas estaban colocadas junto a la pared, el alterón de platos y ollas reposaban sucias junto al fogón cuyo fuego estaba a punto de desaparecer. La mujer había puesto a dormir al metate sobre su lado izquierdo para evitar que los Xantilmeh lo usasen, sin embargo al sentir la presencia de Koltzin, el metate despertó.

-Escucha con atención niña-calabaza, le dijo en voz baja.

La única forma de sacar a los niños de la casa es la misma que usó Wéél para alejarte de la tuya.

Deberás convertirte en la cría de un coyote y lamer tres veces la mano de cada niño, solo de esta forma podrás despertarlos y lograr llevártelos contigo a la casa del monte. Estando allá debes hacer que coman y beban lo que tú les prepares, si no lo hacen jamás se convertirán en un Xantilmeh.

Koltzin agradeció los consejos del metate acariciando sus ásperas patas y continuó su camino. Justo antes de entrar a la pequeña habitación en donde dormía aquella familia,  la Xantilmeh hizo bajar con fuerza su colorido huipil hasta que desapareció dentro de él, segundos después emergió del interior de la prenda bordada en forma de un pequeño y regordete coyote bebé.

Ya en cuatro patas caminó hasta los niños e hizo lo que el metate le indicó. Los pequeños contentos de ver al animalito se mantuvieron en silencio para no despertar a sus padres -que definitivamente lo sacarían a punta pies-

Siguieron al pequeño coyote a través de la puerta y cruzaron sin pensar el umbral, corrieron a su lado entre las calles polvosas del pueblo y el mercado alejándose cada vez más de su hogar.

Cuando se encontraron solos y perdidos a mitad de la noche tuvieron miedo, no podían ver más allá de cuatro pasos a su alrededor, tenían miedo y tenían frío.

Fue entonces que Koltzin apareció nuevamente ante ellos. Se había quitado la tiara de la cabeza y parecía una joven dulce y amable.

-¿Qué hacen a esta hora en el monte hombrecitos? –les preguntó a los niños

-Estábamos siguiendo a un coyote pero lo perdimos – respondió el hermano mayor

Ahora no sabemos cómo regresar a nuestra casa en donde esperan nuestros padres.

-¡Oh! ¡No se preocupen! Yo los llevaré mañana al amanecer; esta noche es muy fría y oscura. Les propongo lo siguiente; hoy dormirán en mi casa y mañana con el primer rayo de sol los llevaré a la suya antes de que sus padres despierten; de esta manera evitarán el castigo y hoy no tendrán que sufrir ni frío ni hambre.

Los hermanos se vieron uno al otro y ninguno encontró una razón para no aceptar la propuesta de la hermosa joven. Ambos sabían lo que ocurriría cuando su padre se enterara de lo sucedido, así que si tenían una forma de ocultar su aventura sin dudarlo un segundo la tomarían.

-Pero nos llevarás a casa antes del amanecer porque mi padre se levanta muy temprano – demandó el hermano mayor

Koltzin asintió con la cabeza y tomó a los dos niños de la mano internándolos cada vez más en la profundidad del monte.

Caminaron y caminaron hasta encontrar un sendero lleno de piedras y musgo. Unos metros abajo divisaron una casa,  una muy pequeña  tejida con palma y carrizo. En el interior de la misma colgaba una hamaca y en el fondo había un horno de piedra. Koltzin los hizo pasar, colocó un par de metates en la tierra y comenzó a cocinar para ellos: Pan de maíz endulzado con miel de maguey y una olla llena de atole dulce. Los niños comieron y comieron hasta quedar exhaustos; Koltzin los miraba complacida.

El resto de la historia ya lo imaginas; días después ambos hermanos se habían convertido en piedra. Eran los nuevos hijos de Koltzin y pertenecían al  pueblo Xantilmeh; de nada sirvió el llanto de su madre o la desesperación de su padre, ellos ya le pertenecían al monte.

Lo sucedido con los niños corrió de boca en boca por todos los rincones de la sierra, nunca más nadie se atrevió a lastimar a un Xantilmeh con la sal; sabían que de hacerlo la hermosa Koltzin regresaría a cobrarse quitándoles lo que más querían.

Puede parecer que los Xantilmeh son malvados, pero en realidad no lo son. Ellos estaban aquí antes que nosotros y los orillamos a huir hacia las cuevas y los montes; no les gustamos ¡eso es verdad! Pero es que les hemos quitado casi todo…

Cada que un árbol es talado, un Xantilmeh muere. Quizá el pueblo de piedra no nos importe pero ellos son el alma de los cerros y los montes, una vez que los desaparezcamos por completo, nosotros también lo haremos.

Koltzin sigue al frente de los Xantilmeh, ya es más vieja de lo que alguna vez fue Wéél y cuando ella muera y se convierta en una piedra eterna sus hijos tomarán las riendas de su pueblo; algunas veces se le ve caminando entre los árboles, otras se le escucha cantando entre las barrancas de la sierra, unos dicen que su cuerpo permanece joven, otros dicen que su piel oscura ya asemeja una corteza…

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Texto: Paola Klug

Ilustración: «Xantilmeh» por Nahualo

Bibliografía: Ser humano y hacer el mundo. La terapeútica nahua en la sierra negra de Puebla: Dra. Laura Elena Romero López

Tzibi. El que habla con el camino

Tzibi era hijo del fuego y de una estrella. Llegó a la tierra en una noche de tormenta, el cielo lo recibió con relámpagos y truenos que cimbraron a todos los pueblos. Tzibi nació hñähñu y ellos le enseñaron sus artes, con ellos aprendió a usar el escudo, la maza y la flecha, aprendió a leer los mensajes de las estrellas y a platicar con los árboles; quizá de todo lo que su pueblo le enseñó esa era su actividad favorita.

Tzibi escuchaba atento a los ahuehuetes, pero los mezquites jóvenes lo hacían reír con sus bromas y lo entretenían con sus adivinanzas:

“Unas estrellas subieron al cielo, otras quedaron brillando en su vuelo”

-¿Cuáles son esas estrellas joven guerrero? – le preguntaban los mezquites a Tzibi, quién se rascaba la cabeza y decía palabras sin parar para poder ganarle a los árboles.

-¿Los grillos? ¡La rana! No, esperen seguro es la obsidiana.

Los mezquites se reían incontrolables al escuchar las respuestas de Tzibi, entonces el abuelo ahuehuete dejó escuchar su respetable voz:

-Joven Tzibi. Aprende a pensar antes de hablar. Medita la pregunta y busca la respuesta en tu corazón, no en tu estómago.

Tzibi asintió con la cabeza y cerró sus ojos. ¿Qué estrellas brillan mientras vuelan? Se preguntó en silencio.

De pronto la respuesta llegó a la punta de su lengua al recordar las noches que pasaba en el campo lleno de luciérnagas. ¡Ellas eran las estrellas!

-Son las luciérnagas – dijo muy serio tanto a los mezquites como al abuelo Ahuehuete quién lo miró orgulloso.

Así pasaron los días para Tzibi hasta que decidió comenzar a recorrer su propio camino. Ya que los mezquites eran sus amigos decidió irse a vivir a lo que ahora se conoce como el valle del mezquital.

Tomó sus pertenencias y se despidió de todos. De sus nuevos amigos aprendió miles de canciones e historias. Los mezquites le susurraban himnos de batallas lejanas y leyendas de la gente antigua. Pronto, el joven Tzibi comenzó a ser reconocido por toda la región como el que habla con el camino ya que lo veían conversar con todos los árboles del valle. La gente lo invitaba a sus casas y a sus celebraciones puesto que Tzibi sabía todo tipo de historias que encantaban a jóvenes y viejos por igual.

El hijo del sol les contaba sobre las lejanos hogares de los dioses en el cielo, las canciones del río y el arroyo y los sueños del águila y el jaguar. Una mañana fría el pueblo de Tzibi fue atacado por hombres desconocidos y extraños. Con ellos traían el fuego y la enfermedad; pocos sobrevivieron a la batalla pero sufrieron más que los que murieron. Tzibi fue cuidado por los mezquites del valle, lo envolvieron entre sus troncos y le curaron sus heridas con la savia de sus hojas.

Tzibi peleó como todos los guerreros de su pueblo habían hecho, con dignidad y valor – pues nadie debe ser sometido sin pelear por su libertad- aun así sus heridas eran grandes y tardaron mucho tiempo en sanar. El joven Tzibi estaba atrapado entre el reino de la muerte y el reino de la vida, sus ojos permanecieron cerrados pero su corazón ardía con la misma fuerza que su padre en el cielo. El cuidado de los mezquites funcionó y Tzibi se recuperó.

Aun así había un problema: Los hombres que habían atacado a su pueblo seguían allí y si lo veían salir del valle entonces le matarían. Uno de los mezquites tuvo una idea: Con la magia de los árboles y de la tierra convertirían a Tzibi en un tecolote, así nadie lo atacaría y podría seguir ayudando a su pueblo.

Tzibi dudó, pero recordó las palabras del viejo ahuehuete y meditó la idea en su corazón. Si él moría ¿quién le recordaría a su pueblo todas aquellas historias que le dieron origen? Los que habían sobrevivido fueron obligados a cambiar de nombre y a usar palabras en una lengua distinta, con el tiempo terminarían por olvidar quienes eran y eso sería la verdadera muerte de su pueblo.

Entonces Tzibi aceptó la propuesta de los mezquites y les agradeció todos sus cuidados. El mezquite más viejo escondió a Tzibi en una de sus vainas y todos los árboles del valle cantaron la canción que daría vida a la nueva forma del guerrero.

Tzibi salió de la vaina en la primera luna, miró al cielo en donde estaba su madre con sus nuevos ojos más grandes. Sacudió sus enormes alas y dio su primer vuelo sobre sus amigos los mezquites del valle hasta llegar adonde tenían prisionero a su pueblo. Tzibi se postró entre ellos y comenzó a hablarles:

“Pueden cambiar sus nombres, pueden obligarles a usar sus palabras y adorar a su dios, pero nunca podrán cambiar nuestra sangre, ni nuestro origen. Pueden obligarlos a usar sus ropas, pero jamás podrán cubrir con ellas el color de nuestra piel, ni la noche ni la madera de nuestros ojos ni cabellos. Siéntanse orgullosos de lo que son hermanos, no se cubran con culpa ni vergüenza porque somos espíritus libres descendientes del Sol, la luna y las estrellas. Somos hijos de la tierra que no le pertenece a nadie, hermanos del mar y las montañas. Yo vendré aquí a recordarles cada noche de donde han surgido y cada vez que uno de nosotros muera vendré a cantarle a su espíritu para que encuentre el camino a su destino”

Tzibi regresó cada noche como les prometió, aun ahora se le escucha contar sus historias en el campo y en las montañas para que nadie olvide que una vez hubo un pueblo digno de hombres y mujeres valientes que pelearon por la vida, tanto en el valle del mezquital como mucho más allá.

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Texto: Paola Klug

Ilustración: Kitsune Perez (https://instagram.com/kitsuneperez/)

Nube de azúcar V

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No recuerdo cuanto tiempo pasé entre mi finca, mis huertas y la casa de mis nuevas amigas, lo que recuerdo es que comencé a sentir curiosidad por visitar nuevos lugares y conocer al resto de las almas que como yo, estaban del otro lado de la olla.

Viajé recorriendo pueblos, montañas y valles; también crucé el océano y los siete ríos de cacao. Anduve de aquí para allá entre todos esos mundos creados por quienes habían dejado atrás el latido y el aliento. Durante años ¿o talvez siglos? recorrí todos los caminos que pude encontrar,  senderos de dulce, de limón y jamoncillo que me llevaron a los lugares más recónditos y mágicos en donde la muerte siempre era una celebración y un motivo de júbilo.

Vi cientos de miles de almas pasar de un lado de la olla hacia el otro; muchos llegaron, muchos se fueron e inclusive mi padre se reunió conmigo una vez que murió; él tenía un lindo rancho lleno de caballos de ate y de zapote negro pasando el puente que abre el camino hacia mi finca.

Fue en la cena que preparé en su honor cuando conocí a Nicanor, era uno de los nietos de la señorita Amalia y tenía poco tiempo de haber llegado aquí. Era alto y tenía los huesos fuertes, en su frente llevaba grabada con muégano una clave de sol.

-Es músico –me confesó su abuela en un cómico susurro

Llevaba puesta una playera extraña que combinaba a la perfección con los pétalos de nanche alrededor de sus ojos. Desde aquella noche, Nicanor y yo nos hicimos grandes amigos y poquito después nos hicimos novios. ¿Pueden imaginarlo?

Pasábamos la mayor parte del tiempo juntos, yo leía o escribía mientras él tocaba su guitarra de palanqueta o practicaba en la batería de mazapán.

¡Era tan divertido! Yo había encontrado a un amigo y a un compañero y estaba feliz por ello.

Nicanor construyó su estudio muy cerca de mi finca y en poco tiempo encontró a un par de calaveras interesadas en formar una banda de rock. ¡Ellos tocaban en todas las fiestas de la región!  Después vino la gira en cada rincón de la olla y tiempo después, cuando él regresó tomamos una decisión. Volveríamos a nacer y a encontrarnos del otro lado ¡sería nuestra primera vez juntos allá!

Honestamente yo no estaba muy segura, me sentía muy tranquila aquí pero entonces recordé que son las aventuras las que alimentan a nuestros espíritus y ningún alma está hecha para permanecer por siempre en un solo lugar; somos luz en movimiento sin importar la carne o el hueso; así que le pusimos fecha a nuestra misión, regresaríamos a la vida durante la noche de los muertos; con un poco de suerte la coincidencia con nuestras nuevas fechas de nacimiento nos darían la oportunidad de encontrarnos con rapidez.

Hoy escribo esta carta sin saber lo que sucederá más tarde, los pétalos de cempaxúchitl ya marcan el sendero de vuelta a la olla y las luces de las velas iluminan nuestro andar y es que la muerte es como la vida, uno nunca sabe qué lo esperará más allá. Los dos hemos visitado a nuestras muertes y tenemos la llave de nuestras puertas, yo viajaré hasta la sierra y Nicanor a la ciudad, ¡deséenos suerte, la vida nos espera!

 

PD Alebrije también nos acompañará.

FIN

 

Nube de Azúcar IV ( Hanal Pixán)

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Aquella luz verdecina se disipó rápidamente, para mi sorpresa la señorita Amalia y yo estábamos saliendo de un enorme árbol de ceiba cuyas raíces se extendían más allá de donde nuestros ojos alcanzaban a ver.

El olor de la naranja agria y el coco llegaban hacia nosotras desde el océano que podía escuchar romperse a lo lejos.

-¿Mi hermano está aquí? Le pregunté emocionada

-Me parece querida que tendremos que caminar hacia allá para averiguarlo –me respondió mientras las falanges de alfeñique de su dedo anular señalaban un camino de jícaras con veladoras prendidas adentro.

Mientras tomábamos aquél mágico camino hacia lo desconocido observé que en ambos lados de la vereda habían cientos de plantas de albahaca y ruda –frescas y secas- pero todas colgadas sobre las ramas de los árboles a nuestro alrededor. Más adelante encontramos un cúmulo de la arena más blanca y suave que yo había visto jamás, rodeando la arena estaban colocadas varias ollas de barro a modo de floreros que contenían virginias moradas, xpujuc amarillas, cempasúchil y cientos de flores de amor seco, al centro del cúmulo había un letrero hecho en el tronco de un cedro viejo: Hanal Pixán –decía-

-¡Oh! ¡Oh! Gritaba emocionada la señorita Amalia mientras brincaba de un lado a otro haciendo sonar nuevamente su collar de perlas y sus pulseras de oro.

¡Llegaremos a Hanal Pixán! ¡Llegaremos a Hanal Pixán! ¡Corre Nube! Corre o nos los perderemos, es allí adonde está tu hermano ahora.

Me tomó con fuerza de la mano y ambas por igual comenzamos a correr hacia abajo mientras me contaba de qué se trataba todo esto.

-Siempre quise estar aquí ¿sabes? Llegaremos justo el día de muertos y es que es eso es el Hanal Pixán Nube, el día de muertos pero celebrado de una manera muy distinta a la que casi todos conocemos, esta es la fiesta del viento sur, del mar turquesa y de la selva tibia.

Por fin habíamos llegado a la playa, el mar era más azul que el cielo y entre la blanca arena se extendía un largo sendero cubierto de flores naranjas y palmas verdes recién cortadas a juzgar por su olor; sobre él, miles de calaveras como nosotras caminaban en procesión hasta lo que parecía ser un altar colocado junto a unas piedras; fuimos hasta donde los demás estaban y comenzamos a caminar con ellos en la búsqueda de mi hermano.

Durante nuestro trayecto un alma dulce y amable se nos unió. Betty era su nombre…

Llevaba colgado en el cuello un hermoso collar de ámbar y un bello vestido bordado en color verde, azul y naranja. Las cuencas de sus ojos estaban rodeadas por flores rojas de papel estaño y en su frente brillaban algunos caramelos rosados. Al igual que la señorita Amalia, yo y todos los que habitamos en este lado de la olla, Betty estaba hecha de alfeñique.

Como éramos nuevas en el Hanal Pixán y no teníamos ningún familiar que nos brindara la cena aquella hermosa noche, ella se ofreció a llevarnos a su casa una vez que se abriera el portal de las ánimas, sería con ella con quien degustaríamos nuestros alimentos, pero eso no fue todo, no; Doña Betty también nos ayudó a encontrar a mi hermano, a diferencia de la señorita Amalia y de mí, ella tenía a casi todos sus familiares a su lado por lo que fue fácil organizarnos para encontrarnos con él.

-¿Cómo era? –me preguntó con dulzura

-Era muy alto y muy flaco, su risa era contagiosa y estoy segura de que debe traer puesto algo de color verde.

-¡Ya oyeron muchachos! -Gritó Doña Betty ¡A buscar un huesudo gigantón con ropa verde!

Docenas de calaveritas de todos tamaños comenzaron a correr hacia todas direcciones con el encargo de Doña Betty, quién lo encontrara primero podría traer de regreso un litro entero de atole nuevo, balché y chocolate.

No habíamos dado ni cinco pasos cuando alguien gritó ¡Encontré al gigantón! ¡Encontré al gigantón!

Mis piernas y mis brazos temblaron sin parar, desde que él murió lo único que quería era verle de nuevo y ahora que tenía la oportunidad de encontrarme con él era incapaz de moverme.

La señorita Amalia se me acercó con ternura.

-No hay nada que temer Nube, solo hemos cambiado ¿no lo ves? Aquí no hay pretexto alguno para seguir sufriendo, uno siente miedo allá porque desconoce la verdad, pero ya no puedes temerle a lo que tienes frente a tus ojos. Ve con él que te está esperando…

Cada paso que di en su encuentro me pareció una eternidad mientras recordaba nuestros momentos juntos del otro lado de la olla, nuestros juegos y nuestras peleas, nuestras travesuras y nuestros secretos. Un par de calaveritas pequeñas me sacaron de mi ensueño y me llevaron a rastras sobre la arena hasta donde se encontraba mi hermano para poder cobrar el premio.

Él estaba de espaldas a nosotros mirando hacia el mar, el mar que me lo había quitado me lo volvía a dar.

-Hermano –susurré y entonces él volteó

Sus dientes de leche castañearon en una carcajada y se abalanzó hacia mí como cuando era un niño pequeño, nuestros huesos de dulce crujieron entre la arena debido al golpe que nos dimos sin embargo no había dolor, solo una inmensa alegría por vernos de nuevo. En su frente llevaba una flor de olivo y colocada una playera verde-amarillo, nos miramos y volvimos a sonreír.

Todo había quedado atrás, allá, en el otro extremo de la olla.

Nos levantamos de la arena y nos abrazamos mirando hacia el mar, parecía que el alfeñique había endulzado nuestros espíritus, ya que todo lo que sentíamos era afable y tierno. No tardamos en ponernos al día, en contarnos todo acerca de nuestros respectivos lugares, en hablar de papá y de todos a quienes habíamos dejado atrás.

Después le presenté a la Señorita Amalia y también a Doña Betty y su hermosa familia, ella nos avisó que ya era hora de partir, el Hanal Pixán comenzaría y tendríamos que estar todos juntos para evitar perdernos.

Todos nos incorporamos en la procesión, la comida de las ánimas ya estaba lista.

En el cielo retumbó un trueno que hizo cimbrar la arena, las piedras e incluso el mar, sobre nuestras cabezas comenzaron a formarse enormes nubarrones en forma de espiral de los más diversos colores, algunos verdes, morados, rojos y grises y justo cuando pensé que no podía ser más espectacular de entre las nubes comenzó a moldearse una enorme serpiente.

-Es Kukulkán –nos dijo Doña Betty

La serpiente de escamas de nubes descendió hasta la arena, justo en donde estaban las piedras del enorme altar, tocó una de ellas con el cascabel de su cola y desapareció entre las olas del mar, la puerta entre los dos extremos de la olla estaba abierta, los muertos podríamos regresar.

Conforme atravesábamos la puerta podíamos ver cientos de miles de velas hechas con cera de abeja repartidas en cada uno de los caminos, millones de pétalos de distintas flores caían hasta nuestros pies. Tomé a mi hermano y a la señorita Amalia de la mano mientras seguíamos a Doña Betty y su familia.

Íbamos sobre un camino empedrado, de cada lado del mismo la frondosa selva se levantaba majestuosa; escuchábamos a lo lejos el canto de las aves y de los animales nocturnos escondidos entre la maleza. Arriba el cielo repleto de estrellas y la luna llena –tan redonda y hermosa como la recordaba- iluminaban nuestros pasos al compás del viento que hacía temblar la luz de las velas.

-Ya falta poco – dijo Doña Betty mirando hacia nosotros mientras señalaba una casa pintada de amarillo en el extremo del pueblo.

Las calaveras más pequeñas comenzaron a correr emocionadas, se encontrarían de nuevo con sus padres, madres, abuelos, abuelas, hermanos, hermanas y amigos. Los vimos atravesando un enorme portón de madera y perderse en el interior de la casa.

Doña Betty se acercó a nosotros para explicarnos lo que pasaba.

-La primera noche del Hanal Pixán es para los niños y las niñas. Los altares en las casas están llenos de comida, dulces, bebidas y juguetes para ellos – nos dijo mientras atravesábamos la puerta.

Al entrar descubrimos un patio hermosamente decorado con flores. Al fondo y dando la espalda al mar, estaba colocado un precioso altar; sus paredes eran de palma tejida al igual que su techo, la mesa era grande y tenía tres pisos cubiertos por un mantel blanco con varias flores coloridas bordadas a mano.

-Esta noche se conoce  como el Hanal Palal, todo lo que ven sobre el altar es nuevo y fue hecho por nuestra familia: las servilletas, el mantel, las jícaras, las velas de colores y por supuesto la comida. Ellos quieren que sepamos cuan felices están de recibirnos de nuevo.

-Es encantador –le respondí

-Aquí hay atole nuevo, jícamas, mandarinas, dulces de coco, papaya y pan. Abajo están los guisados con pollo y por supuesto, los juguetes que nuestras pequeñas calaveras dejaron aquí.

Pero caminen, caminen por allí y prueben lo que quieren siempre y cuando los niños les den permiso porque hoy es su noche.

Mi hermano y yo fuimos a caminar por la casa, la señorita Amalia prefirió quedarse con Doña Betty y ayudar con lo que hiciera falta. Ambos nos quedamos un buen rato mirando las fotografías de los niños y niñas sobre los altares, estaba conmovida al ver a los pequeños y pequeñas tocar las manos cariñosas de sus madres quien a pesar de no poder verlos, les sentían y sabían cerca.

Una vez terminada su cena, mi hermano y yo terminamos  yendo a jugar con todos ellos entre las olas del mar, pero eso sí, una vez que salió el sol, todos fuimos a descansar entre las urnas del cementerio familiar.

Cuando la noche llegó notamos que todo en el altar había cambiado, esta segunda noche era conocida como U Hanal Nucuch Uinicoob y era para las calaveras adultas, es decir, para nosotros.

El mantel era completamente blanco y estaba decorado con jarras de barro, sahumerios y flores amarillas, sobre la mesa había sal, agua y tamales de la región. Entre las jícaras, los platos y charolas varias ramas de ruda recién cortada, diversas frutas, maíz de colores y docenas de velas blancas.

-Este es el chimole y estos los tamales, encontrarán que tienen varios huesos de pollo dentro, esto es para que no comamos todo tan rápido- dijo sonriente mientras nos servía un plato

Esto lo prepararon nuestras familias especialmente para ustedes, siempre se debe hacerse una comida de más para quienes se perdieron camino a su casa.

-¿Eso fue lo que te pasó? –le pregunté a mi hermano

-No, sé bien donde está la casa pero te explicaré después lo que me trajo aquí. ¡Ahora cenemos! –me respondió sonriente

Puedo decir que nunca había probado algo más rico que el balché y que aquella noche fue una de las más felices que puedo recordar. Todos comimos, reímos, platicamos y bailamos hasta que el amanecer llegó y tal como la noche pasada, con el primer rayo de luz tuvimos que ir a descansar nuevamente.

La tercera noche era conocida como misa Pixán y todos los amigos, familiares y vecinos de Doña Betty se congregaron en el interior del cementerio; fue allí adonde convivimos con los vivos por última vez, llegaron cargados de comida, velas y flores, comieron junto a nosotros y los vimos reír y llorar.

Fue allí que mi hermano se separó de todos y me pidió acompañarlo a la orilla del mar.

-¿Ya visitaste a tu muerte?- me preguntó

-Sí, ya la he visitado

-¿Te habló de la cuarta puerta?

-No exactamente, me dio la llave para abrirla y me dijo que una vez que la abriera sabría hacia donde me conduciría.

-Yo la abriré hoy y quiero que me veas hacerlo.

-¿Adónde te llevará?

-Verás hermanita, aunque de verdad me gusta mucho mi propio lugar tengo una enormes ganas de estar más tiempo en este lado de la olla ¿me entiendes? Quiero seguir aquí y comenzar todo de nuevo.

-¿A qué te refieres?

-A que puedes volver a nacer si lo deseas y yo lo deseo.

Sentí mucha alegría por mi hermano y lo entendía completamente, de hecho estaba segura de que algún día haría lo mismo. Yo intuía hacia donde llevaba la cuarta puerta, quizá por el hecho de que la había abierto varias veces aunque no lo recordara aun, así que solo pude abrazarlo y desearle buena suerte. Esperaba que su nueva familia lo recibiera con el cariño y amor que él se merecía.

-¿Dónde está tu puerta?

-En el mar, tu cuarta puerta siempre te llevará al último lugar en el que estuviste antes de partir. Morí en el mar, volveré a nacer en él.

Lo abracé con fuerza  y me despedí nuevamente de él. Mi hermano caminó hacia las piedras en donde reventaba el océano, sus pies de dulce se sumergieron entre la espuma blanca y las olas turquesas. De su cuello colgaba la llave de la cuarta puerta, la colocó sobre la hendidura de una de las piedras y desapareció abrigado por la luz y el calor de una nueva vida.

De mis ojos brotaron nuevamente las lágrimas de anís, le extrañaría profundamente pero me alegraba tener la certeza de que en algún lo volvería a ver y regresaría con mil historias nuevas para contarme.

Cuando la cuarta puerta se cerró yo regresé con la señorita Amalia y con Doña Betty, permanecimos juntas hasta el octavario del Hanal Pixán, ayude a cargar todos los alimentos que dejaron las familias en los altares de vuelta a nuestros propios lugares, caminamos de vuelta entre las veladoras, las flores y los rezos de las cantoras hasta que el portal entre los dos extremos de la olla se volvió a cerrar.

Después de despedirme de mis nuevas amigas regresé a mi finca, a mis libros, a mi huerta de mandarinas y calabazas para pensar, para sentir, para esperar…

Texto e ilustración: Paola Klug

Continuará…

Nube de Azúcar (III)

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Las mandarinas que colgaban de las ramas de aquellos árboles parecían esferas de navidad llenas de vida y olor; la señorita Amalia y yo caminamos sin rumbo fijo por entre aquél hermoso lugar hasta llegar a otra huerta, una más pequeña y repleta de los colores del otoño.

Del suelo brotaban enormes calabazas de distintos colores: verdes, naranjas, blancas e inclusive rojas y más allá de sus retorcidas hojas habían varias carretas cargadas de paja y heno, al llegar junto a ellas descubrimos una pequeña cerca hecha con mazapán y cacahuate y del otro lado de ella, se abría el sendero hacia un bosque de árboles ocres.

-Tienes un lugar hermoso – me dijo la señorita Amalia

En mi pecho sentí una inexplicable sensación de felicidad y pertenencia, si, aquél era mi lugar y sin duda alguna era muy hermoso.

Ambas caminamos entre la alfombra de hojas secas que danzaban al caer desde la punta de aquellos majestuosos árboles hasta llegar a una preciosa finca, los tablones estaban hechos de jamoncillos y piñón al igual que las escaleras que llevaban a un pórtico de muégano.

Sobre cada una de las escaleras habían pequeños faroles que iluminaban el camino con la misma luz ámbar que nos había traído hasta aquí, un arco de flores de cempasúchil junto a otras ramas de nubes secas decoraban la puerta de media luna con cuarzos incrustados.

Una ráfaga de viento con olor a pan y manzana llegó hasta nosotras haciéndonos sonreír.

-¿Entramos? –le pregunté a la señorita Amalia

-¡Anda! ¡Saca la llave! –me respondió emocionada.

Inexplicablemente yo ya sabía cuál era la lleva que debía colocar en la hendidura aun cuando nunca la había usado antes (o por lo menos eso pensaba)

Al entrar fuimos recibidas por el olor del maíz dulce y la crema de mantequilla que procedía de las velas que brillaban dentro; un pasillo de palanquetas se abría ante nosotras, en sus paredes colgaban guajes y docenas de flores secas. Reconocí inmediatamente el olor de libros viejos y caminé por el pasillo hasta encontrar una hermosa habitación tapizada con papel picado en todos los colores.

De lado derecho había un pequeño escritorio en donde reposaba un libro de papel amate abierto de par en par, un tintero y una taza de café. Pude distinguir mi propia letra en las frases escritas en él.

-¿Cómo es posible? Esta es la primera vez que estoy….

-No es la primera, tampoco será la última. Este es tu lugar Nube, siempre lo ha sido, siempre lo será. Cada que te sentías sola y perdida en el otro lado de la olla era porque anhelabas estar aquí, cada que sentías que no pertenecías a ningún otro lado es porque tu alma recordaba este lugar. Esta es tu ida y tu vuelta, tu propio nido cubierto de musgo en el tiempo, es tu esencia y tu corazón.

Ahora coloca el retrato de tu padre en la pared y admiremos tu hogar.

Puse la fotografía de mi padre en una pared junto al librero; en él había docenas de libros e historias, las crónicas de todos mis orígenes distintos, los relatos de mis diferentes sangres y raíces. El árbol de la muerte iluminando las velas de la vida, un cofre hecho con pepitas y un tecolote moldeado en tamarindo.

De lado izquierdo una ventana permitía observar el bosque y las montañas más allá de él,  debajo de la misma había un pequeño ahuecamiento entre el papel picado y los tablones de jamoncillo, dentro de él se encontraba la figura de una mujer tallada en cantera rosa y cubierta de pequeños cristales de azúcar.

Un gracioso maullido me hizo girar la cabeza.

¡Era Alebrije!   Mi hermoso gato negro.

Él murió en el pozo cuando yo era una niña pequeña. Lo tomé entre mis manos y lo abracé con fuerza; su cuerpo era de chocolate, los huesos de su cuerpo de jarabe de coco y sus hermosos ojos verdes de azúcar cristalizada.

Alebrije lamió los huesos de mis manos y mi rostro ante la mirada entretenida de la señorita Amalia, estaba tan contento de verme como yo al reencontrarme con él.

Los tres terminamos de recorrer la casa, habíamos hallado ya tres de las cuatro puertas de las que me habló mi muerte. La primera era la de entrada a mi hogar, la segunda es la que me llevaría de vuelta a su presencia y ahora estábamos frente a la tercera, la que me llevaría a encontrarme con todos aquellos a quienes quisiera ver…

-¿Estás lista para encontrarte con tu hermano?

Asentí feliz con la cabeza. Coloqué a mi pequeño Alebrije entre el piso de palanqueta y tomé entre mis manos la tercera llave, la coloqué sobre la hendidura de la puerta y la abrí.

La señorita Amalia y yo fuimos cegadas por una intensa luz verde que nos envolvió completamente.

(Continuará…)

Texto e ilustración: Paola Klug

Nube de Azúcar (II)

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Poco después de ser abrazadas por la oscuridad, la señorita Amalia y yo fuimos envueltas por el dulce aroma del copal, casi podía sentir aquella fragancia meterse entre mis huesos de azúcar; el único ruido que se escuchaba era el choqueteo continuo del collar de perlas y las pulseras de oro que la Señorita Amalia portaba en su cuello y brazos.

Ella seguía tomándome de la mano entre la oscuridad y pasado un tiempo, muy lentamente apareció un delgado rastro de luz ambarina que atravesaba con dificultad el humo del copal.

Caminamos hacia ella entre pétalos de cempasúchil. Fue allí, en ese momento y en ese lugar cuando conocí a la muerte.

Detrás de ella había dos estelas gigantes talladas en piedra y una pared cubierta de papel picado; estaba parada junto a un altar repleto de ollas de barro, frutas y millones de flores. Al escuchar nuestros pasos giró su cabeza y nuestros ojos se encontraron de frente.

Su cabello era largo, negro y brillante, la mitad de su rostro estaba cubierto por una máscara de jade; portaba un huipil blanco y un collar de turquesina. Nos sonrió con dulzura e hizo un gesto con las manos invitándonos a caminar hacia ella.

-Bienvenidas sean –nos dijo con su voz ronca y amable

¡Todos sus movimientos eran tan elegantes!

La señorita Amalia fue la primera en acercarse a ella para contarle el porqué de nuestra visita.

La muerte la escuchó con mucha atención y una vez que la señorita Amalia concluyó con mi historia, ella simplemente me miró.

Cuando lo hizo pude reparar en una cosa que había pasado por alto, de entre la oscuridad en la cuenca de sus ojos podía verse el universo entero, miles de galaxias, millones de estrellas y cometas. Me acerqué cada vez más a ella, atraída por la magia de sus ojos hasta que encontré la tierra, el río, la milpa, la sierra.

-Acércate Nube –me pidió

Por un momento sentí que flotaba, que los huesos de mis pies habían desaparecido y es que dejé de sentir los pétalos y la tierra debajo de ellos.

-Hoy encontrarás tu lugar en este espacio y allí hallarás cuatro puertas: La primera es la de entrada y salida de tu propio rincón, la segunda es la que te conducirá hacia el lugar que te trajo aquí, la tercera te llevará hacia otras casas, hacia todos aquellos que desees visitar.

-¿Y la cuarta?  -pregunté

-Esa la abrirás en su momento, cuando estés lista para hacerlo.

-Pero ¿adónde me llevará?

-Lo sabrás cuando estés frente a ella.

Sin decir una sola palabra más, la muerte me dio la espalda y caminó hacia el altar; de un sahumerio de barro sacó cuatro llaves distintas –todas ellas hechas de hueso-

Las colocó sobre mi mano y volvió a sonreírme.

-Aunque no lo recuerdes tú y yo somos viejas amigas, estuve allí cuando naciste, di los mismos pasos que tú al caminar, aprendimos juntas los secretos y misterios de la vida.

Ahora estamos aquí y debemos hacer lo mismo que hicimos allá, aprender y comprender que lo único que tenemos está aquí en este instante.

Tomó mi mano y tomó la mano de la señorita Amalia llevándonos del otro lado del altar, colocó el amuleto de turquesina sobre una hendidura que se encontraba en una de las estatuas –en la media luna para ser más exacta- y una compuerta se abrió.

-Amalia te acompañará en tu camino hasta que estés lista para caminarlo sola. Ella será tu guía y tu amiga –tal como lo soy yo- y si alguna vez quieres venir a visitarme hallarás siempre mi puerta abierta.

Ahora ve a encontrarte con tu destino amiga mía.

La señorita Amalia y yo entramos por la compuerta mientras la muerte la cerraba, mis ojos se clavaron nuevamente entre los suyos en una despedida silenciosa. Mientras caminábamos hacia aquel lugar que me pertenecía una duda me hizo romper el silencio.

-¿Por qué lleva puesta esa máscara? –le pregunté a la Señorita Amalia

-Aun no lo entiendes ¿verdad?

Negué con la cabeza

Ella es tu propia muerte, no la mía ni la de nadie más. Te lo dijo, estuvo a tu lado cuando naciste, caminó contigo y fue parte de ti desde tu primer aliento. Fue tu compañera y amiga en cada momento de tu vida y llegó aquí contigo justo cuando moriste.

Del otro lado de la máscara encontrarás solo tu cara vacía, el disfraz de la carne y el hueso.

Al escuchar sus palabras sentí un golpeteo en donde antiguamente se encontraba mi corazón, algo parecido al calor que brinda la felicidad se apoderó de mi cuerpo de dulce y sonreí al entender que a pesar de lo que pensaba nunca había estado sola en realidad.

La señorita Amalia me miró divertida.

Seguimos caminando entre la luz de ámbar hasta encontrarnos rodeadas de una huerta enorme llena de árboles de mandarinas.

-¡Estamos cerca de tu hogar!–gritó mientras corría hacia el campo

Yo solo atiné a correr detrás de ella embelesada por la magia y el color de aquél hermoso lugar.

(Continuará…)

Texto e ilustración: Paola Klug

 

Nube de Azúcar

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La mayoría de las historias que me han contado empieza con un nacimiento, pero esta no es así: Esta historia comienza con mi muerte, sin embargo no debes temer leerla pues en ella encontrarás el amor por la vida.

Mi corazón se detuvo por la mañana, el frío de la sierra me había congelado las venas. Ni el gabán de lana sobre mi cuerpo ni la leña que ardía dentro de nuestra casa habían conseguido entibiar mi sangre.

Morí mientras mi padre dormía y no hubo una sola palabra que pudiera decirle antes de partir.

Recuerdo que primero tuve miedo, miedo a olvidar y ser olvidada; después todo rastro de luz desapareció dejándome en la más absoluta oscuridad y así como se fue la luz, también se fue el miedo, el dolor y el vacío que la vida acababa de dejar en mí.

Fui rodeada del silencio más puro, similar al que experimentamos en el útero antes de ser capaces de escuchar el corazón de nuestras madres. Y allí me quedé, entre la oscuridad y el silencio esperando con el dulce sabor de los recuerdos de una vida lejana entre mis labios.

De pronto el silencio fue roto por un sonido familiar.

Poic, poic, poic, poic….

Caminé hacia el inconfundible soniquete de las gotas de agua entre la oscuridad, caminé y caminé entre las sombras hasta que fui capaz de encontrar una luz que me guiara. El resplandor de aquella luz me permitió tocar las paredes del lugar adonde me encontraba, su olor a humedad e inclusive su textura cambiaba conforme seguía caminando.

Justo antes de llegar al final de aquél túnel me di cuenta de lo que estaba ocurriendo y la sola idea de aceptar aquella nueva realidad me sobrepasó. Yo estaba caminando en el interior de una olla de barro, por eso la oscuridad, por eso el silencio; ahora me deslizaba hacia afuera recorriendo el largo cuello de la olla tirada entre el fango.

Afuera podía distinguir la lluvia caer inconmensurable sobre la tierra, respiré profundamente para llenarme con el olor dulce de la lluvia, coloqué mis manos entre el barro húmedo y salí.

Al hacerlo, la luz de aquél extraño sol naranja cubierto de nubes tocó mi cuerpo y todo lo que alguna vez fue carne, todo lo que alguna vez fue hueso de pronto se convirtió en alfeñique, podía sentir en mí el olor de la caña, las almendras, la calabaza y el mazapán.

¡Me había convertido en una calavera de azúcar!   Mis cabellos eran de estambre trenzado y mis dientes de caramelo.

Sentí pánico y volví a la oscuridad de la olla corriendo esperando que con eso la piel y el hueso pudieran regresar a mí pero no sucedió, yo ya había cambiado y nada, nunca más volvería a ser igual para mí.

No sé cuánto tiempo pasé acurrucada adentro de aquella olla, no sé cuánto tiempo escuché la lluvia caer más allá de mí, allí afuera adonde mi cuerpo y mi alma habían cambiado tanto; lo que si recuerdo es que cuando la lluvia cesó y las únicas gotas que se escuchaban eran las que repicaban entre los charcos decidí salir nuevamente.

Podía escuchar aves cantando entre las ramas de los árboles, cuando estiré mi cuello para poder observarlos descubrí que sus alas eran de chautle, fresa y limón; la tierra que pisaba era aserrín pintado y el sol –que ya no estaba rodeado de nubes- era una bola de ocote tejido que ardía en el cielo de acitrón.

De los árboles de amate colgaban frutas cristalizadas en cuyo interior aún podía verse la cal, de los arbustos brotaban flores de papel de los más vistosos colores, incluso algunos que yo nunca había visto en la tierra.

Estaba confundida, todo lo que me rodeaba era similar a lo que conocía pero estaba hecho de cosas diferentes: la hierba era de turrón, las cortezas de los árboles de charamusca y las piedras de piloncillo.

Miré detenidamente mis manos de azúcar de caña, observé los miles de cristales que las formaban brillar ante la luz del sol de ocote, llevaba puesto mi huipil azul- aquél que siempre fue mi favorito-  y colgaba sobre mi cuello aquél amuleto de luna de hueso que alguna vez me regaló mi nana.

El aire olía a dulce de leche y en el viento revoloteaban mariposas hechas de obleas de colores; en ese momento todo me parecía un sueño, los colores, los olores e incluso mi apariencia parecía irreal sin embargo muy dentro de mí sabía que todo aquello era parte de mi nueva realidad.

Miré a mí alrededor tratando de encontrar un camino y lo hallé, estaba hecho de chocolate y trozos de camote. No sabía hacia donde debía dirigirme ni que debía hacer, mucho menos lo que encontraría sobre mis pasos pero decidí seguir mi instinto y alejarme de la olla de barro.

El tiempo también era relativo en ese lugar así que no es importante discutir cuanto tardé en encontrar una casa sobre el camino, sino contar lo que encontré dentro de ella.

Sus paredes estaban hechas de palanquetas de amaranto, las tejas de jamoncillos de colores y la puerta era un pedazo de corteza del árbol de canela. En el jardín brotaban flores de naranjo y cempasúchil y a su lado había una reja con docenas de ramas de calabazas enredándose de abajo hacia arriba.

Antes de acercarme lo suficiente a la puerta escuché un ladrido del otro lado ¡no puedo explicar con suficiente detalle la sorpresa que me llevé al saber que en este lugar también había perros!

La puerta se abrió lentamente con un ligero chirrido y allí fue que me encontré con otra alma por primera vez.

-Buenas Tardes ¿En qué puedo ayudarla? –me preguntó

Yo estaba atónita mirando su rostro, en su frente llevaba incrustada una cruz de papel estaño y varios cristales formando pétalos en las cuencas de sus ojos; sus cabellos chinos estaban hechos de fibras de coco y cacao y en su barbilla llevaba pintada una hermosa flor de nochebuena.

-¡Oh! Ya veo, eres nueva aquí ¿verdad? ¡Pasa! ¡Pasa! –me dijo sin darme oportunidad de responder nada.

Una vez que atravesé la puerta un pequeño perro salchicha hecho de pan de muerto me saltó encima, sus costillas estaban esculpidas con miel de maíz.

-¡Basta Brisa! –dijo la mujer.

Discúlpala por favor, es que no recibimos visitas muy a menudo y no está acostumbrada. Siéntate, ¿te ofrezco un café o un chocolate?

-Un café por favor

No sabía que los muertos podíamos tomar ni comer nada -pensé para mis adentros, pero ella me escuchó.

-¡Claro que podemos! ¿Nunca celebraste el día de muertos allí de dónde vienes?

-Si –le respondí

-¿Y adonde crees que iba toda esa comida y bebida que dejabas en los altares? –me preguntó divertida

Pero iremos paso a paso, mi nombre es Amalia ¿cuál es el tuyo?

-Mi nombre era Nube –le respondí

-Puedes seguirte llamando así si lo deseas, aquí no tenemos ninguna regla.

La señorita Amalia caminó hacia otra habitación dejándome sola, me levanté de la silla de madera y di unos pasos alrededor de la sala; hubo algo sobre sus paredes de amaranto que llamó mi atención:

Era una fotografía enmarcada con charamusca en la que aparecían seis mujeres y cuatro hombres jóvenes –cada uno de ellos de carne y hueso-

-¡Oh! Se trata de mis hijos y mis hijas. Ellos aún están allá ¿sabes? Aquí están mis padres, abuelos y mi amado Fausto –que es su padre- pero él vive en otro lado, más allá del puente de flores para ser exacta.

Conforme lleguen aquí irán desapareciendo de la fotografía y una vez que nos reunamos todos entonces tendré que buscar una mejor decoración para las paredes- dijo mostrando sus dientes de caramelo mientras dejaba dos tazas de café caliente sobre su mesa.

-Acércate Nube, acércate. Prometo que es un café delicioso.

Me senté a su lado y esperé a que ella diera el primer sorbo a la taza, tenía mucha curiosidad por saber lo que pasaría aunque nada extraño sucedió. Salvo que éramos dos calaveras de azúcar en una casa de amaranto tomando café – claro está-

La Señorita Amalia tenía razón, nunca en toda mi vida había probado un café tan delicioso.

-Es de la cosecha especial de mi familia. Lo han sembrado y cosechado durante generaciones- dijo mientras suspiraba

¿Y bien? Si no mal recuerdo debes tener miles de preguntas que hacer.

-La primera es evidente ¿estoy muerta?

-¡Claro que lo estás! Tan muerta como yo, pero querida mía contrario a lo que todos creen la muerte no es algo odioso ni triste. Te aseguro que los muertos somos más felices que los vivos.

-¿Qué es este lugar? ¿En dónde estamos?

– Tiene cientos de nombres pero ninguno en realidad, se llamará como tú quieras llamarle y lo que has visto al principio es lo que todos vemos al llegar pero conforme el tiempo de vueltas encontrarás cosas que solo estarán allí para ti. En mi caso esta casa, a mi adoraba Brisa y mi pequeño jardín.

La señorita Amalia me sonrió con dulzura.

-¿Hay alguien aquí a quien quieras ver? –me preguntó

-Sí, me gustaría mucho ver a mi hermano. ¿Puedo hacerlo?

-¡Por supuesto! Pero no aquí, te llevaré al sitio indicado pero antes debes acompañarme a otro lugar.

Si hubiera tenido corazón estoy segura de que hubiera latido emocionado con la idea de re-encontrarme con mi hermano de nuevo, aunque definitivamente me sentía muy feliz de solo pensarlo.

-Primero debemos encontrarte un lugar, tu propio lugar –me dijo

La señorita Amalia se levantó y caminó hacia una cómoda en la cual se encontraba un baúl decorado con pequeños libros dibujados en papel. Regresó a mi lado y lo puso frente a mí.

Lo abrió con delicadeza dejándome ver docenas de cartas antiguas y una  flor de terciopelo marchita. Quitó una pequeña madera y un compartimiento secreto se abrió en el acto; de allí sacó una hermosa llave tallada en hueso.

-La usaremos para conocer tu propio rincón –me dijo

Allí mismo encontrarás una llave para ti y cuando alguien nuevo encuentre el camino hacia tu casa, tú deberás enseñarle lo mismo que te estoy enseñando yo.

Mientras la señorita Amalia hablaba, las flores en su vestido color caoba comenzaron a danzar sobre la tela de una forma hermosa.

-Ahora ven Nube, tendremos un largo camino que hacer hoy.

La señorita Amalia me condujo hacia una puerta ubicada en la parte trasera de su casa, colocó la llave de hueso en una cerradura de plata hasta que la chapa cedió.

La puerta se abrió y comenzamos a bajar unas escaleras; de cada lado del angosto pasillo habían cientos de velas y cirios prendidos cuya cera escurría hasta el piso.

-Son las luces que prenden para iluminar nuestro camino hasta aquí –me dijo

Más abajo encontramos un lugar repleto de cráneos de azúcar con los ojos cerrados, eran como nosotras pero parecían estar dormidos.

-Esas son las almas de los vivos, una vez que lleguen a este lugar podrán abrir los ojos y caminar tal y como lo nosotras lo hacemos…

Las escaleras se convirtieron en un caracol, bajamos y bajamos entre las piedras, los cráneos y las velas hasta llegar a otra puerta, una muy bella en la que estaban dibujados el árbol de la vida y el árbol de la muerte. La puerta estaba hecha de hueso, al igual que la llave que la Señorita Amalia llevaba entre sus dedos flacos.

-Ha llegado el momento Nube, al abrir esa puerta encontraremos tu propio paraíso, pero antes de conocerlo tengo que darte tu primer obsequio.

La señorita Amalia caminó hasta un pequeño compartimento con un corazón grabado e incrustado en la pared.

Tocó tres veces el extraño relicario y de pronto se abrió.

La señorita Amalia sacó un marco parecido al que colgaba de su pared, y cerró la pequeña puerta con cuidado.

-Toma –me dijo

Puso sobre mis manos un cuadro con una fotografía de mi padre, en ella podía verlo sonreír en aquél viaje que hicimos a la costa.

De las cuencas de mis ojos brotaron dos gotitas de anís, no de tristeza ni de pesar sino de orgullo por saber que aquél hombre que había perdido a sus dos hijos seguía siendo fuerte y se aferraba ferozmente a su vida.

La señorita Amalia tomó mi mano y caminamos juntas hasta la puerta, introdujo la llave en el portillo y cuando la puerta se abrió, nuevamente fuimos envueltas por la densa oscuridad que nos da la bienvenida en el reino de la muerte.

 

Continuará…

Texto e ilustración: Paola Klug

 

Espiguita de trigo, Gota de lluvia / Ilustración: Kitsune Perez

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La dulce niña nació en el trigal, Yatzari le llamó la madre Tierra, su nombre significa espiguita de trigo. Sus cabellos eran negros como las noches tibias de verano, y sus ojos brillantes como las estrellas fugaces que danzaban en el cielo. Yatzari tenía los pies pequeños y no le gustaba calzarlos, la pequeña espiguita corría de un lado a otro entre el campo verde y las montañas azules descalza, sintiendo el cosquillear de la hierba o de la tierra entre sus dedos morenos y redondos.

A Yatzari le gustaba todo en el mundo: El arcoíris que se formaba entre los cerros después de la tormenta, los atardeceres rosas, y la niebla que cubría la pradera, pero había algo que ella amaba más que a nada y era cantar.  En las mañanas cantaban con ella los chupamirtos, por las tardes las ranas y por las noches los grillos. Allí iba Yatzari, con sus dos trencitas bailando de un lado a otro mientras ella le cantaba al sol y a las nubes y a la luna y a la tierra. Y dormía cantando y en sus sueños cantaba.

Una mañana lluviosa la pequeña espiguita se alejó demasiado de su casa en el campo, y comenzó a caminar y caminar cada vez más lejos mientras platicaba con las gotas de lluvia que caían entre sus manos. Yatzari no se dio cuenta de todo lo que había caminado hasta que se encontró un gran charco de agua que se perdía en el horizonte y se juntaba con el cielo.

-Es el mar- le decían las gotitas mientras se resbalaban hasta sus pies.

Yatzari guardó silencio. Llenó sus pulmones con el aire que olía a sal y se acercó hasta donde el agua acariciaba la arena. Metió sus manos entre la espuma blanca y sonrió escuchando a las olas cantar una canción que ella no conocía. Las nubes de lluvia se alejaron dejando a su paso un sol redondo, naranja y bonachón que flotaba a mitad del cielo y se reflejaba en el espejo de agua que las gotitas de lluvia llamaron mar.

Yatzari comenzó a cantar con las olas, y las olas se pusieron contentas de escuchar sobre la tierra su canción. El mar escuchó a Yatzari y le pidió acercarse para escucharla mejor. La pequeña espiguita lo hizo y se alejó cada vez más de la orilla, las olas la rodeaban felices y continuaban cantando con ella mientras le peinaban con espuma sus cabellos.

Pronto todos los animales que vivían en el mar se acercaron a escuchar a Yatzari cantar mientras nadaban alegres haciéndole cosquillas en los pies. Cuando el conejo de la luna apareció en el cielo, Yatzari ya se había cansado de cantar y se quedó dormida entre una cama que los corales prepararon para ella.

¡Todos estaban encantados con la pequeña espiguita! Tanto que no querían que se fuera; entonces le pidieron al mar que hablara con la tierra buscando su permiso para que Yatzari viviera junto a ellos en el océano. Y el mar, que también estaba feliz por la voz de Yatzari aceptó la propuesta de sus hijos. Se acercó a la orilla y pidió hablar con la tierra. Y la tierra se acercó a hablar con el mar.

Cuando le contaron lo sucedido entendió inmediatamente él porque el mar quería quedarse con espiguita, pero ni ella ni los chupamirtos, ni las ranas ni los grillos estaban de acuerdo. Los animales de la tierra decían que la voz de Yatzari sonaba mejor con ellos, y las olas se defendieron de tal cosa argumentando lo mismo. Y la noche pasó lenta entre discusiones y nadie llegaba a ningún acuerdo. El conejo de la luna que había escuchado todo intervino desde las alturas y dijo:

-Dejen que elija la niña

La tierra y el mar le escucharon y asintieron.

Sabían que de otra manera este problema no se resolvería así que decidieron esperar a que el sol saliera para que la espiguita decidiera que camino tomaría. Cuando Yatzari despertó y vio tal alboroto en torno a ella se puso triste. Ella no cantaba para separar, sino para unir. Entonces se le ocurrió una gran idea. ¡Estaría en ambos lados!

-¿Cómo? Preguntó la tierra

-¿Cómo? Preguntó el mar

¡Me convertiré en lluvia! La tierra me absorberá después de llover e iré a cantar a los lagos subterráneos, a los ríos y a las lagunas hasta llegar de nuevo al mar. Luego las nubes me llevarán al cielo de nuevo y me dejarán caer sobre la tierra para cantar con todos ustedes. Mientras esté en el mar cantaré con las olas y mientras esté en la hierba cantaré con la tierra.

El mar y la tierra se miraron mutuamente, también las olas, los chupamirtos, las ranas y los grillos. Todos asintieron al mismo tiempo, Yatzari, la niña les había dado una lección. La pequeña espiguita no le pertenecía a nadie, pero era parte de todos.

Yatzari miró al cielo y le pidió convertirse en lluvia. El cielo se lo concedió y los cabellos negros de la niña se hicieron trenzas de agua, y sus ojos se convirtieron en un par de cristales. La pequeña espiguita fue llevada hasta las nubes por el viento mientras cantaba una canción que se escuchaba en todos lados, pues el viento recorre tierra y mar.

Con el tiempo el mundo entero aprendió las canciones de Yatzari, mismas que aún se escuchan entre los campesinos en la tierra y entre los pescadores del mar. Yatzari, espiguita de trigo, gota de lluvia, niña eterna del viento.

Texto: Paola Klug

Ilustración: Kitsune Perez