La casa grande

Esta casa es muy grande, durante el día se llena con los rayos del sol y durante la noche con los de la luna; en su interior hay docenas de habitaciones con techos altos y vitrales de distintos colores que adornan las ventanas; todas las puertas son de madera, unas rechinan conforme se les abre y las otras son pesadas y silenciosas como criptas. En los patios hay macetas de barro esparcidas por todos lados y en ellas hay de todo tipo de flores: rosas, gladiolas, claveles, nochebuenas y hasta aquellas cempaxúchitl que retoñan solo para alegrar a la muerte.

La fuente está limpia a pesar de que ya no tiene agua, sin embargo, cuando llueve y se llena a medias, cada uno de sus pequeños peldaños atrae a los chupamirtos, golondrinas y mirlos que bajan hacia ella desde los árboles más altos para tomar agua entre sus picos o para darse un baño.

Sobre los balcones colgamos las sábanas blancas recién lavadas para que el aire y el sol las seque con rapidez; el viento que se cuela entre el algodón, de vez en cuando silba una canción dulce a su paso.

La casa nunca está en silencio, parece que sus paredes siempre tienen algo que decir. Por las noches y las tardes tristes cuentan las historias de los fantasmas que en ella moran y por las mañanas ríen y susurran los sueños de quienes vivimos en ella ahora; las vigas crujen lastimosamente de vez en vez, al igual que las apretadas bardas hechas a mano con piedras, lágrimas, sangre y espinas.

Sus linderos son melancólicos y oscuros, porque allí la tierra se ha separado para dar nacimiento a las casas vecinas. Allí también se encuentran docenas de tumbas alineadas, ángeles con alas rotas y vírgenes de rostro cansado custodiando las cruces de madera y de mármol; el panteón está a un costado del calabazar de tierra roja, ese que solo retoña en octubre.

La casa tiene el alma vieja; las primeras piedras bajo las cuales se construyó, llegaron aquí por un volcán que explotó hace tantos años atrás que me es imposible llevar la cuenta; la casa ha visto el nacimiento y la muerte de muchos pueblos, ha sido testigo de grandes cambios y épocas distintas. El adobe de sus paredes fue hecho por los pies descalzos de los revolucionarios y los independistas, sus tejabanes de palma fueron tejidos a mano por las mujeres campesinas, las madres e hijas de los anarquistas, la tierra que compone el suelo fue cargado hasta acá por los peones de las haciendas antiguas y los árboles de la huerta fueron plantados por mineros y obreros de las fábricas vecinas. Esta casa fue de ellos, tanto como lo es ahora de nosotros.

Últimamente ha cambiado mucho, el moho se adhirió con fuerza a muchas de sus paredes. La he visto desquebrajarse pedazo a pedazo por la humedad, el tiempo y el descuido. Justo ayer, se cayó una pared entera sobre uno de los pasillos dejando salir a pequeños insectos que se escondían celosamente en su interior: minúsculos, negros y con pequeñas tenazas de cada lado de su rostro. Me asusté al verlos y salí corriendo.

La casa está muriendo por dentro, esos animales la están devorando lentamente. Cuando me siento junto al granero la escucho llorar, su llanto es quedo como el arrullo del río, pero su dolor es tan profundo como él.

Cuando yo muera y encuentre mi lugar entre las tumbas, mi espíritu se convertirá en parte de esta casa; me volveré una de las enredaderas que se deslizan tímidamente entre las rejas de la entrada, en la cal deslavada que pinta su exterior o en las telarañas que atrapan el rocío cada madrugada.

Descansaré junto al resto de los fantasmas en la sombra del sahuaro y la sábila o entre las tunas de la nopalera; los que lleguen después vivirán sobre nuestras ruinas construirán algo más firme, más sólido, más alegre o verán caer sobre sus espaldas los pedazos de esta casa, que irremediablemente terminará hecha polvo al igual que las casas vecinas una vez que concluya el final de este ciclo.

A veces creo que la casa sangra, aunque claro está… es solo una idea mía. Deben ser tantas muertes en su interior, tantos espíritus que se han perdido entre sus pozos y pasillos los que me hacen pensar eso; pero no es que siempre sea un lugar triste, no. También la escucho reír e incluso cantar cuando la primavera está cerca, vibra con la música de la banda de aliento y se refresca con las lluvias de junio.

Esta casa es tan mía que el color de sus adobes tiene el mismo color de mi piel, un mazapán que se desmorona entre las manos. Es mi hogar, el nido de los gorriones que silban bajito en mi corazón.

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Texto: Paola Klug

Fotografía: xkanlol

5 comentarios en “La casa grande

  1. FcoJavier Eskauriatza Araux

    Esa casa es nuestra casa, la de los abuelos, alla en lo alto de la sierra madre,en la finca » las Vabisas «, toda rodeada de Manzanos, Perales, Nogales y Almendros,donde canta un alegre arollo por el Este, por donde se asoma el sol y entra cada manana a mi ventana a recordarme que afuera en la colina vecina se escucha tu voz, que asemeja el sonido del Zinsontle junto a la sonrisa del agua bajando al remanso del puente que nos lleva al templo de la gratitud, , en donde damos las gracias a las musas que inspiran nuestro dia al empezar! Gracias Canelita!

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    1. Carlos

      que hermoso, espero y en las próximas vacaciones pasar una noche en un lugar extraordinario como en el que vives, saludos y bendiciones

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